palavras aos homens e mulheres da Madrugada

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Claude Lévi-Strauss habla de Goiânia y de otras ciudades brasileñas

Claude Lévi-Strauss

« En esas ciudades de síntesis del Brasil meridional, la voluntad secreta y testaruda que se revela en el emplazamiento de las casas, en la especialización de las arterias, en el estilo naciente de los barrios, parecía tanto más significativa cuanto que, contrariándolo, prolongaba el capricho que había dado origen a la empresa. Londrina, Nova-Dantzig, Rolandia y Arapongas — nacidas de la decisión de un equipo de ingenieros y financieros — volvían suavemente a la concreta diversidad de un orden verdadero, como un siglo antes lo había hecho Curitiba, y como quizás hoy lo hace Goiánia.

« Curitiba, capital del Estado de Paraná, apareció en el mapa el día en que el gobierno decidió hacer una ciudad: la tierra que se adquirió a un propietario fue cedida en lotes lo suficientemente baratos como para crear una afluencia de población. El mismo sistema se aplicó más tarde para dotar de una capital — Belo Horizonte — al Estado de Minas. Con Goiánia se arriesgaron aún más, pues el primer objetivo había sido el de fabricar la capital federal del Brasil a partir de la nada.

« Aproximadamente a un tercio de la distancia que separa, a vuelo de pájaro, la costa meridional del curso del Amazonas, se extienden vastas mesetas olvidadas por el hombre desde hace dos siglos. En la época de las caravanas y de la navegación fluvial podían atravesarse en unas semanas para remontarse desde las minas hacia el norte; así se llegaba a la ribera del Araguaia, y por él se bajaba en barca hasta Belém. Único testigo de esta antigua vida provinciana, la pequeña capital del Estado de Goiás, que le dio su nombre, dormía a 1000 kilómetros del litoral, del que se encontraba prácticamente incomunicada. En un paraje rozagante, dominado por la silueta caprichosa de los morros empenachados de palmas, calles de casas bajas descendían por las cuchillas, entre los jardines y las plazas donde los caballos transitaban ante las iglesias de ventanas adornadas, mitad hórreos, mitad casas con campanarios. Columnatas, estucos, frontones recién castigados por la brocha con un baño espumoso como clara de huevo y teñido de crema, de ocre, de azul o de rosa, evocaban el estilo barroco de las pastorales ibéricas. Un río se deslizaba entre malecones musgosos, a veces hundidos bajo el peso de las lianas, de los bananeros y de las palmeras que habían invadido las residencias abandonadas; éstas no parecían marcadas con el signo de la decrepitud; esa vegetación suntuosa agregaba una dignidad callada a sus fachadas deterioradas.

« No sé si hay que deplorar o regocijarse con lo absurdo: la administración había decidido olvidar Goiás, su campiña, sus cuestas y su gracia pasada de moda. Todo ello era demasiado pequeño, demasiado viejo. Se necesitaba una tabla rasa para fundar la gigantesca empresa con la que soñaban. Se la encontró a 100 kilómetros hacia el este, en la forma de una meseta abierta sólo por pasto duro y zarzales espinosos, como azotada por una plaga que hubiera destruido toda fauna y toda vegetación. Ningún ferrocarril, ninguna carretera conducía a ella, sino tan sólo caminos adecuados para los carros. Se trazó en el mapa un cuadrado simbólico de 100 kilómetros de lado, correspondiente a ese territorio, sede del distrito federal, en cuyo centro se levantaría la futura capital. Como no había allí ningún accidente natural que importunara a los arquitectos, éstos pudieron trabajar en el lugar como si lo hubieran hecho sobre planos. El trazado de la ciudad se dibujó en el suelo; se delimitó el contorno y dentro de él se marcaron las diferentes zonas: residencial, administrativa, comercial, industrial y la reservada a las distracciones; éstas son siempre importantes en una ciudad pionera: hacia 1925, Marilia, que nació de una empresa semejante, sobre 600 casas construidas contaba con casi 100 prostíbulos, en su mayoría consagrados a esas francesinhas que con las monjas constituían los dos flancos combatientes de nuestra influencia en el extranjero; el Quay d’Orsay lo sabía muy bien y todavía en 1939 dedicaba una fracción sustancial de sus fondos secretos a la difusión de las revistas “ligeras”. Algunos de mis colegas no me desmentirán si hago recordar que la fundación de la Universidad de Rio Grande do Sul, el Estado más meridional del Brasil, y la preeminencia que allí se dio a los maestros franceses, tuvieron por origen el gusto por nuestra literatura y nuestra libertad que una señorita de virtud ligera inculcó a un futuro dictador, en París, durante su juventud.

« De la noche a la mañana los diarios se llenaron de carteles que ocupaban páginas enteras. Se anunciaba la fundación de la ciudad de Goiánia; en torno de un plano detallado, tal como si la ciudad hubiera sido centenaria, se enumeraban las ventajas que se prometían a los habitantes: vialidad, ferrocarril, derivación de aguas, cloacas y cinematógrafos. Si no me equivoco, al principio, en 1935-1936 hasta hubo un período en que la tierra era ofrecida en primer lugar a los adquisidores que pagaban las costas. Pues los abogados y los especuladores eran los primeros ocupantes.

« Visité Goiánia en 1937. Una llanura sin fin con algo de terreno baldío y de campo de batalla, erizada de postes eléctricos y de estacas de agrimensura, que dejaba ver unas cien casas nuevas dispersas en todas direcciones. La más importante era el hotel, paralelepípedo de cemento que, en medio de semejante llanura, parecía un aeropuerto o un fortín. De buen grado se le hubiera podido aplicar la expresión «baluarte de la civilización» en un sentido no figurado sino directo, que así empleado tomaba un valor singularmente irónico, pues nada podía ser tan bárbaro, tan inhumano, como esa empresa en el desierto. Esa construcción sin gracia era lo contrario de Goiás; ninguna historia, ninguna duración, ninguna costumbre había saturado su vacío o suavizado su dureza; uno se sentía allí como en una estación o en un hospital, siempre pasajero, jamás residente. Sólo el temor a un cataclismo podía justificar esta casamata. En efecto, se había producido uno y su amenaza se veía prolongada en el silencio y la inmovilidad que reinaba. Cadmo, el civilizador, había sembrado los dientes del dragón. Sobre una tierra desollada y quemada por el aliento del monstruo se esperaba que los hombres avanzaran.»

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Tristes Trópicos, de Claude Lévi-Strauss.

(Traduzido do francês ao espanhol por Noelia Bastard.)

Johann Wolfgang von Goethe: trechos do Diário de Otília

Goethe

“O melhor consolo para o medíocre é pensar que o homem de gênio também é mortal.”

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“Na vida toma-se a pessoa pela aparência, mas é preciso que aparente alguma coisa. São mais bem suportados os importunos que os insignificantes.”

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“Pode-se impor tudo à sociedade, menos o que tiver conseqüência.”

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“Não conhecemos os homens, quando vêm ao nosso encontro; é preciso ir ao encontro deles para sabermos o que eles verdadeiramente são.”

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“A convivência com senhoras é a base dos bons costumes.”

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“Não há nenhum sinal exterior de cortesia, que não contenha sólida base de moral. A verdadeira educação seria a que prendesse a causa ao gesto.”

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“A conduta é um espelho no qual cada um reflete sua imagem.”

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“Há uma cortesia do coração, que é parenta do amor. Dela emana a mais natural urbanidade da conduta exterior.”

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“Uma dependência voluntária é o mais belo estado; e como seria isso possível sem amor?”

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“Nunca nos afastamos tanto dos nossos desejos, como quando julgamos possuir o objeto desejado.”

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“Ninguém mais escravo que aquele que se julga livre sem sê-lo.”

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“Basta que nos declaremos livres para que, no mesmo instante, nos sintamos escravizados. Se ousamos declarar-nos dependentes, sentimo-nos livres.”

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“Contra grandes superioridades de segunda, o único meio de salvação é o amor.”

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“Situação insuportável para um homem superior: ver tolos vangloriarem-se diante dele.”

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“Ninguém é herói para seu camareiro, costuma-se dizer. Mas isso é porque o herói só é reconhecido por outro herói. É muito provável que o camareiro saiba apreciar outro camareiro.”

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“Os maiores homens estão sempre ligados ao seu século por alguma fraqueza.”

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“Geralmente julgamos os homens mais perigosos do que realmente são.”

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“Os nécios e os sensatos são igualmente inofensivos. Somente os semiloucos e os semiprudentes são perigosos.”

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“A arte é o recurso mais seguro de o homem evitar o mundo e nela está o meio mais eficaz de se ligar a ele.”

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“Até no auge da ventura e da maior desgraça sentimos necessidade do artista.”

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“A arte se ocupa do que é difícil e do que é bom.”

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“Quando vemos o difícil ser facilmente executado, temos a impressão do impossível.”

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“As dificuldades aumentam quanto mais nos aproximamos da meta.”

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“Semear não é tão difícil quanto colher.”

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Afinidades Eletivas, de Johann Wolfgang von Goethe.

Monteiro Lobato fala sobre os Amigos do Brasil

Monteiro Lobato

Amigos do Brasil! Pois há disso? Há. Houve e há estrangeiros que se apaixonam das nossas coisas, vêm estudá-las e de volta às suas terras dão-se ao sentimentalismo de querer bem ao país onde a primavera e o estado de sítio são eternos.

O saudoso e recém falecido J. C. Branner, reitor da Universidade de Stanford, estudou na mocidade a nossa geologia e de regresso, até o fim da vida, conservou-se um amigo do Brasil. Quando publiquei meu primeiro livro recebi dele uma carta que conservo como prêmio. Discutia a “geringonça”, ou gíria como dizemos hoje, e falava disso com a segurança do homem de ciência para o qual tudo quanto representa criação tem valor.

Na Alemanha tivemos sempre inúmeros amigos, a partir do grande Martius. Hoje também os temos e um deles é o Dr. Frederico Sommer, que se empenha em verter e lá publicar os livros mais característicos da nossa literatura.

Até na França, tão de si própria, temos amigos. Mr. Le Gentil dedica-se a estudos brasileiros e em companhia de M. Gahisto, Martinenche e outros mantém na Revue de l’Amerique Latine uma seção dedicada amorosamente ao Brasil. Não contentes, criaram na Sorbonne um centro de estudos brasileiros e cuidam agora de constituir uma biblioteca de livros brasileiros. Tudo isto sem subvenções, à custa de enormes esforços e ao arrepio da nossa muçulmana indiferença. (Aviso aos autores de livros: essa biblioteca da Sorbonne aceita com grande prazer e pede a remessa de obras nacionais para lá, sobretudo as científicas. Endereço: Mr. Le Gentil, Centro de estudos portugueses, Sorbonne, Paris).

Outro, de nome menos conhecido entre nós, é Mr. Jean Turiau (Boulevard Murat, 29, XVIme). Já residiu no Brasil, conhece as nossas coisas e as rememora com saudades. O Brasil é uma coisa deliciosa vista assim de longe. Um meu amigo, grande patriota, dizia sempre: — Meu ideal é a diplomacia. Viver do Brasil mas longe dele, de modo a sentir sempre doces saudades da pátria, que delícia!

Mas Turiau quer bem a isto aqui e gostos não se discutem. Trabalha em traduções e vai tornando conhecida em França a nossa esfarrapada literatura. Na última carta que me escreveu lamenta-se da sua situação de funcionário público, como toda gente em França, situação que lhe não permite adquirir obras sobre o Brasil. E chora por uma Rondônia, por uma História do Brasil, de Rocha Pombo, trop chère… (Aviso aos srs. Roquette Pinto e a Rocha Pombo: não percam a oportunidade de um tal leitor. Nada há mais raro e que mais honre a um escritor do que um bom leitor).

A interpenetração literária é o que há de mais profícuo na aproximação dos povos. Só ela suprime as muralhas que a estupidez dos governos ergue. Só ela demonstra que somos todos irmãos no mundo, com as mesmas vísceras, os mesmos defeitos, os mesmos ideais. Se a França tornou-se amada entre nós a ponto de bombardear Damasco e esmagar Abd-el-Krim sem que isso nos arrepie as fibras da indignação, deve-o aos senhores Perrault, Lafontaine, Hugo, Maupassant, Taine, Anatole e quantos mais nos trouxeram para aqui esta sensação da irmandade do homem. Se a Alemanha não se gozou de idênticas simpatias é que víamos os atos de violência dos seus homens de governo e não havia dentro de nós, para atenuar-lhes a repercussão, o coxim de veludo da literatura alemã bem absorvida como temos a francesa.

Grande serviço, pois, prestam aos povos esses homens beneméritos que trabalham na difusão da literatura alheia em seus próprios países. Estão a preparar os preciosos coxins de veludo, amortecedores dos choques. Criam a compreensão e a tolerância. Demonstram, com a exibição de documentos humanos, que somos iguais, todos filhos do mesmo macaco que rachou a cabeça ao cair do pau.

Mas o nosso descaso é imenso. Nenhuma livraria do Rio, por exemplo, tem à venda essa revista da América Latina. Por que? Não há procura. Estupidificados pelo estado de sítio crônico, parece que um desalento nos ganhou a todos, um desânimo de tudo, indiferença de chim.

Se alguma coisa valesse alguma coisa nesta terra: eis a frase com que um jornalista traduz tal estado d’alma. Frase horrível, reflexo do desespero do desânimo, e, no entanto, lógica, sempre que um povo perde a sua liberdade e tomba no boçalismo da escravidão. Mas tudo passa. Depois da noite vem o dia. Depois da Idade Média vêm os 89. Tolice é desesperar. Esperemos, e enquanto esperamos não contaminemos com o nosso desalento de escravos os abnegados pioneiros das nossas letras em França. É noite? Não importa. Também de noite se trabalha e não há trabalho mais abençoado do que o que se faz dentro da noite para apressar a vinda do dia claro. E é trabalhar para um dia melhor meter mãos à obra da difusão literária.

Os morcegos passam e os livros ficam.

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Na Antevéspera, de Monteiro Lobato.

Lin Yutang fala sobre a arte de ler

 Lin Yutang

A leitura, ou o gozo dos livros, foi sempre contada entre os encantos da vida culta e é respeitada e invejada por aqueles que raramente se concedem esse privilégio. É fácil compreendê-lo quando comparamos a diferença entre a vida de um homem que não lê e a de um homem que lê. O homem que não tem o costume de ler está aprisionado num mundo imediato, relativamente ao tempo e ao espaço. Sua vida cai numa rotina fixa; acha-se limitado ao contato e à conversação com uns poucos amigos e conhecidos, e só vê o que acontece na vizinhança imediata. Não há como escapar a tal prisão. Mas quando toma em suas mãos um livro, penetra num mundo diferente e, se o livro é bom, vê-se imediatamente em contato com um dos melhores conversadores do mundo. Este conversador o transporta a um país diferente, ou a uma época diferente, ou lhe confia alguns de seus pesares pessoais, ou discute com ele uma forma especial ou um aspecto da vida de que o leitor nada sabe. Um autor antigo o põe em comunhão com um espírito morto há já muito tempo, e, à medida que lê, começa a imaginar como seria esse autor antigo fisicamente e que espécie de pessoa seria. Tanto Mêncio como Ssema Ch’ein, o maior historiador chinês, expressaram a mesma idéia. Poder viver duas horas, sobre doze, em um mundo diferente e furtar os pensamentos ao apelo presente imediato, é este um privilégio que deve causar inveja às pessoas que vivem encerradas na sua prisão corporal. Tal mudança do ambiente é na verdade semelhante a uma viagem, no seu efeito psicológico.

Mas há mais do que isto. O leitor se vê levado sempre a um mundo de pensamentos e reflexões. Embora se trate de um livro de fatos objetivos, há uma diferença entre ver esses fatos, ou vivê-los, e ler sobre eles nos livros, porque então os fatos assumem sempre a qualidade de um espetáculo, e o leitor se converte em espectador desapaixonado. A melhor leitura é, pois, a que nos leva a esse mundo contemplativo, e não a que se ocupa unicamente do registro dos fatos. Considero que não se pode chamar leitura a essa tremenda quantidade de tempo que se perde com os jornais, pois os comuns leitores de jornais se preocupam antes de tudo em obter notícias sobre fatos e acontecimentos.

A melhor fórmula sobre a finalidade da leitura, a meu ver, foi dada por Huang Shanku, poeta Sung e amigo de Su Tungp’o, que disse: “Um intelectual que nada leu durante três dias sente que a sua conversação não tem sabor (que se torna insípida) e a sua cara se torna odiosa de ver (ao espelho)”. O que quis dizer é que a leitura dá ao homem certo encanto e sabor, que é o objeto da leitura, e só pode chamar-se arte a leitura com esse objetivo. Não se lê “para melhorar o espírito”, pois quando se começa a pensar em melhorar o espírito, desaparece todo o prazer da leitura. Este é o tipo de pessoas que dizem com os seus botões: “Devo ler Shakespeare, Sófocles e Cervantes, para poder ser um homem culto”. Estou certo de que um homem assim nunca será culto. Uma noite se obrigará a ler Hamlet, e sairá disso como de um mau sonho, com o único benefício de poder dizer que “já leu” Hamlet. Todo aquele que leia um livro como quem cumpre uma obrigação, é porque não compreende a arte da leitura. Essa leitura com intuitos de negócio é como a leitura de arquivos, por um político, antes de pronunciar um discurso. É apenas pedir conselho e informação de negócios, e não ler.

Ler para cultivar o encanto do aspecto físico e do sabor na palavra é, segundo Huang, a única espécie de leitura que se pode admitir. Este encanto do aspecto deve ser interpretado, evidentemente, como algo mais que a beleza física. Huang não se refere à fealdade em sua frase. Há caras feias que têm um encanto fascinador e caras formosas que são insípidas para quem as olha. Entre os meus amigos chineses há um cuja cabeça têm a forma de uma bomba e, contudo, vê-lo é sempre um prazer. A cara mais linda dentre as dos autores ocidentais contemporâneos, pelo que pude observar nas fotografias, era a de G. K. Chesterton. Tinha um tão diabólico conglomerado de bigodes, óculos, emaranhadas pestanas e carregadas sobrancelhas! Ao olhá-la, sentia-se que dentro daquela fronte havia uma boa quantidade de idéias em ação, prontas para saltar, a qualquer momento, por aqueles olhos estranhamente penetrantes. Aquela cara era uma das que Huang chamaria formosas, uma cara que não era feita pelos pós e a pintura, mas pela pura força do pensamento. Quanto ao sabor da palavra, tudo depende da forma de ler. Que se tenha “sabor” ou não quando se fala, isto depende do método de leitura. Se um leitor frui sabor nos livros, demonstrará esse sabor em suas conversações, e se tem sabor em suas conversações, tê-lo-á no que escreve.

Considero o sabor, ou gosto, como a chave de toda leitura. Segue-se daí que o gosto é seletivo e individual, como o gosto na comida. A forma mais higiênica de comer é, afinal de contas, a de comer o que nos agrada, pois só então se poderá ter segurança da digestão. Quando se lê, como quando se come, o que faz bem a um pode matar a outro. O mestre não pode forçar seus discípulos a que gostem do que a ele agrada como leitura, e um pai não pode esperar que os filhos tenham o mesmo gosto que ele. E se o leitor não tem gosto no que lê, perde o seu tempo. Já o disse Yüan Chunglang: “Podeis deixar de lado os livros que não vos agradam: os outros que os leiam”.

Não pode, pois, haver livros que a gente deva ler. Porque os nossos interesses intelectuais crescem como uma árvore ou fluem como um rio. enquanto haja seiva adequada, há de crescer de algum modo a árvore; e enquanto haja água do manancial, o rio continuará correndo. Quando a água topa com um escolho de granito, não faz mais que rodeá-lo; quando encontra um vale baixo e aprazível, detém-se e espraia-se por um momento; quando se encontra num fundo tanque da montanha, está contente de quedar-se ali; e salta nas cataratas. Assim, sem esforço algum, sem propósito determinado, chegará certamente um dia ao mar. Não há no mundo livros que se devam ler, mas somente livros que uma pessoa deve ler em certo momento, em certo lugar, dentro de certas circunstâncias e num certo período de sua vida. Chego a crer que a leitura, como o casamento, está determinada pelo destino, ou yinyüan. Embora haja certo livro que todos devem ler, como a Bíblia, há um momento para fazê-lo. Quando os pensamentos e a experiência de uma pessoa não chegaram a certo ponto para ler uma obra-prima, esta só lhe deixará um mau sabor. Confúcio diz: “Aos cinqüenta anos, pode-se ler o Livro das Mutações”, o que significa que não o devemos ler aos quarenta e cinco. O leitor obtém uma sabedoria quando lê o Livro das Mutações aos quarenta anos, e outra espécie de sabedoria quando o lê aos cinqüenta anos, depois de ter visto mais mudanças na vida. Portanto, todos os bons livros podem ser relidos com proveito e renovado prazer. Quando estudante, fizeram-me ler Westward Ho! e Henry Esmond, mas, embora fosse capaz de apreciar Westward Ho! quando não tinha vinte anos, o verdadeiro sabor de Henry Esmond me escapou completamente, até que refleti, anos mais tarde, e suspeitei que havia neste livro muito mais encanto do que me fora possível apreciar.

A leitura, pois, não é um ato simples; tem duas faces: o autor e o leitor. O ganho provém tanto da contribuição do leitor, por meio da sua visão íntima e da sua experiência, como do autor. Com respeito às Analectas de Confúcio, disse o confucionista Ch’eng Yich’uan, da época Sung: “Há leitores e leitores. Alguns lêem as Analectas e sentem que nada aconteceu, a alguns agradam uma ou duas passagens, e outros começam a sacudir as mãos e a dançar sem querer”.

Considero o descobrimento do autor favorito de cada um como o momento definitivo da sua evolução intelectual. Há algo que se chama afinidade de espíritos, e, entre os antigos e modernos autores, devemos procurar aquele cujo espírito seja semelhante ao nosso. Só desta maneira se pode auferir real proveito da leitura. Cumpre ser independente e procurar por conta própria os mestres. Ninguém pode dizer quem será o autor favorito de cada qual: talvez nem o próprio leitor possa dizê-lo. É como o amor à primeira vista. Não se pode dizer ao leitor que ame a este ou àquele autor; mas quando se encontra com o autor a quem ama, sabe-o por uma espécie de instinto. Conhecemos casos famosos a este respeito. Há sábios que viveram em épocas diferentes, separados por muitos séculos, mas com maneiras de pensar e de sentir tão semelhantes que, ao se encontrarem nas páginas de um livro, pareciam uma única pessoa que encontrava a própria imagem. Dizem os chineses, desses espíritos semelhantes, que são reencarnações da mesma alma, como se dizia de Su Tungp’o que era uma reencarnação de Tchuang-tsé, ou de T’ao Yüanming, e de Yüan Chunglang que era uma reencarnação de Su Tungp’o. Su Tungp’o disse que, quando leu pela primeira vez Tchuang-tsé, teve a sensação de que desde a meninice tinha estado a pensar as mesmas coisas e a formar os mesmos pontos de vista. Quando Yüan Chunglang descobriu uma noite Hsü Wench’ang, autor contemporâneo a quem não conhecia, em um pequeno livro de poemas, saltou da cama e chamou aos gritos o seu amigo, e seu amigo começou a ler e gritou por sua vez, e logo ambos leram e gritaram de tal modo que o servente ficou intrigadíssimo. George Eliot diz que a sua primeira leitura de Rousseau foi um choque elétrico. Nietzsche sentiu o mesmo no tocante a Schopenhauer, mas Schopenhauer era um mestre ranzinza e Nietzsche um discípulo teimoso, e era natural que o aluno se rebelasse mais tarde contra o mestre.

Só essa espécie de leitura, esse descobrimento do autor favorito pode fazer bem. Como acontece com um homem que se enamora à primeira vista, tudo é como deve ser. A noiva tem a estatura exata, o rosto exato, o cabelo da cor exata, a voz de exata qualidade, e a forma exata de falar e de sorrir. O mesmo acontece com o autor: seu estilo, seu ponto de vista são exatamente o que se esperava encontrar. E logo começa o leitor a devorar cada palavra e cada linha que escreve o autor e, como há afinidade espiritual, absorve e digere tudo o que lê. O autor aplicou sobre ele a sua magia, e alegra-o estar debaixo do sortilégio, e, com o tempo, a sua voz e as suas maneiras e o jeito de sorrir e de falar se vão tornando como os do autor. Assim se impregna do seu amante literário, de cujos livros extrai o sustento para a alma. Ao fim de alguns anos, quebra-se o encanto e cansa-se um pouco desse amante literário, e procura outros e, depois de ter uns três ou quatro e havê-los devorado completamente, surge ele próprio como autor. Há muitos leitores que nunca se enamoram, como esses moços ou moças que vivem em galanteios e são incapazes de sentir um profundo afeto por uma pessoa em particular. Podem ler todo e qualquer autor e nunca chegam a coisa alguma.

Tal conceito da arte de ler destrói por completo a arte da leitura como dever ou obrigação. Na China, anima-se amiúde os estudantes a que estudem amargamente. Houve um famoso sábio que estudava amargamente e que cravava um alfinete na barriga da perna toda vez que lhe sucedia adormecer durante o estudo. Houve outro que fazia com que a criada ficasse a seu lado enquanto ele estudava de noite, para despertá-lo quando ele adormecesse. Isto é uma insensatez. Se alguém tem um livro ante os olhos e adormece enquanto um sábio autor antigo está lhe falando, faz muito bem em ir para a cama. Nem a picada de um alfinete na barriga da perna, nem as sacudidelas da criada lhe farão bem algum. Um homem assim perdeu todo senso do prazer da leitura. Os sábios que valem alguma coisa não sabem o que significa “estudar com afinco”. Amam os livros e os lêem porque não podem evitá-lo, nada mais.

Resolvida esta questão, também se dá resposta à do momento e local em que se deve ler. Não há momento nem locais especiais para ler. Quando se tem vontade de ler, deve-se ler em qualquer parte. Se se conhece o gozo da leitura, ler-se-á na escola ou fora dela, e apesar de todas as escolas. Pode-se estudar assim nas melhores escolas. Tseng Kuofan, numa das cartas à família, referindo-se ao desejo expresso por um de seus irmãos menores de ir à capital estudar numa escola melhor, respondeu que: “Se se tem desejo de estudar, pode-se estudar numa casa de campo, ou mesmo num deserto ou numa rua cheia de gente, e até como lenhador ou guardador de porcos. Mas se não se tem desejo de estudar, então não somente é inadequada para o estudo a escola de campo, mas também uma quieta casa de campo ou uma ilha de fadas”. Há pessoas que adotam posturas importantes defronte à mesa quando querem ler um pouco, e logo se queixam de que não podem ler porque o quarto está demasiado frio, ou a cadeira é muito dura, ou muito forte a luz. E há escritores que se queixam de não poder escrever porque há muitos mosquitos, ou porque o papel é muito brilhante, ou vem muito ruído da rua. O grande sábio Sung, chamado Ouyang Hsiu, confessou as três ocasiões ou lugares em que criava as suas melhores obras: no travesseiro, montado a cavalo e durante a toilette. Outro famoso sábio Ch’ing, Ku Ch’ienli, era conhecido pelo seu costume de “ler os clássicos confucianos completamente nu, no verão”. Em compensação, se não nos agrada a leitura, não faltam motivos para não ler em nenhuma das estações do ano:

Estudar na primavera é traição;
Não há como o estio para o sono;
E espera, enquanto o inverno vai tangendo o outono,
Que a primavera seja a próxima estação.

Em que consiste, pois, a verdadeira arte da leitura? A resposta, muito simples, é tomar um livro e ler quando se tem vontade. Pega a gente um lindo volume de Lisao, ou de Omar Khayyam, e vai, de mãos dadas com o seu amor, ler à margem de um rio. Se há boas nuvens no céu, pode-se ler as nuvens e esquecer o livro, ou ler o livro e as nuvens ao mesmo tempo. Às vezes, um bom cachimbo, ou uma taça de chá, constituem o momento mais perfeito. Ou talvez por uma noite nevada, sentado ante o fogo, quando canta uma chaleira e há uma boa bolsa de fumo ao alcance da mão, a gente reúne dez ou doze livros de filosofia, economia, poesia, biografia e os empilha no divã e depois preguiçosamente os folheia e mergulha suavemente naquele que mais atrai a atenção, de momento. Chin Shengt’an considera que um dos maiores prazeres da vida é ler um livro proibido, a portas fechadas, por uma noite de neve.

A melhor descrição do prazer da leitura, encontrei-a na autobiografia da maior poetisa chinesa, Li Ch’ingchao (Yi-an, 1081-1141). Ela e seu marido costumavam ir ao templo, onde se vendiam livros de segunda mão e cópias de inscrições em pedra, no dia em que ele recebia sua mensalidade como estudante da Academia Imperial. No regresso compravam também algumas frutas e, chegados em casa, começavam a descascá-las, ou a beber chá, enquanto comparavam as variações em edições diferentes. No seu esboço autobiográfico, diz ela:

“Eu tenho boa memória, e, sentados a sós depois de comer, no Salão do Regresso à Casa, costumávamos preparar chá e, mostrando os livros nas estantes, dizíamos em que linha, de que página, e de que volume de certa obra se achava determinada passagem, para quem acertava, e o que ganhava tinha o privilégio de beber primeiro sua taça de chá. Quando um dos dois acertava, erguíamos muito alto a taça e rompíamos em gargalhadas, tanto que às vezes se derramava o chá sobre as nossas vestes e não o podíamos beber. Que contentes estávamos por viver e envelhecer num mundo assim! Por isso mantínhamos alta a cabeça, embora vivêssemos na pobreza e cheios de cuidados… Com o tempo a nossa coleção foi aumentando, e os livros e objetos de arte se empilharam em mesas e escrivaninhas e camas, e nós os gozávamos com os olhos e com o espírito, e discutíamos sobre eles, saboreando uma felicidade muito superior à dos que gozam dos cachorros, dos cavalos, da música e da dança…”

Li escreveu isto na velhice morto já seu marido, quando era uma velha solitária que fugia de um lugar para outro, durante a invasão do norte da China pelas tribos Chin.

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A Importância de Viver, de Lin Yutang (tradução de Mário Quintana).

Quatro contribuições brasileiras ao pensamento universal

Olavo de Carvalho

« Mas, como dizia Reinhold Niebuhr, a consciência do homem está sempre um pouco acima da sociedade em que vive. O melhor do que o Brasil guardou para o futuro está nas criações do gênio individual. Ao contrário do que se passa com a língua e com a religião nacionais, elas sobrevivem às perguntas: Qual o valor da contribuição brasileira para a inteligência humana em sua caminhada sobre a Terra? Demos à humanidade algo de que ela realmente necessite, ou limitamo-nos a solicitar sua atenção para as nossas necessidades?

« Na esfera do pensamento — e excluindo portanto as manifestações artísticas, que escapam ao tema do presente capítulo —, o Brasil deu pelo menos quatro contribuições maiores, que sobreviverão à passagem dos séculos. Absolutamente incomparáveis, a sociologia de Gilberto Freyre, o pensamento jurídico e político de Miguel Reale, a obra crítica e historiográfica de Otto Maria Carpeaux e a filosofia de Mário Ferreira dos Santos são os pontos mais altos alcançados pelo pensamento brasileiro no seu esforço de cinco séculos para erguer-se à escala do universalmente humano. Se o povo brasileiro fosse varrido da existência na data de hoje, seria a eles que caberia comparecer em nosso nome ante o trono do Altíssimo para responder à cobrança temível: — Que fizeste dos talentos que te dei?

« As razões que sustentam essa avaliação podem ser resumidas em quatro palavras, que definem as esferas de realização abrangidas por cada uma dessas obras ciclópicas: cada uma delas é, mais que qualquer outra produzida neste país, abrangente, consistente, única e universal. Estes quatro adjetivos não têm apenas uma função enfática e laudatória, mas traduzem critérios precisos:

« 1° Cada uma delas abrange numa visão sintética a totalidade temática e problemática de um determinado campo do conhecimento até o ponto a que este havia chegado, em sua evolução histórica, no momento em que essa obra atingia seu ponto culminante.

« 2° Cada uma delas possui uma unidade orgânica que coere em torno de princípios fundamentais simples a vastidão do campo abrangido.

« 3° Cada uma delas é sem similares que as possam substituir em qualquer outra língua ou cultura.

« 4° Cada uma delas fala aos homens de todos os quadrantes, levando-lhes, desde o Brasil, um conhecimento essencial, a respeito não apenas do Brasil, mas a respeito deles mesmos e do mundo em que vivem. Dito de outro modo: nessas obras e somente através delas entramos plenamente no diálogo universal dos homens, superando o complexo egocêntrico de uma cultura voltada para si mesma.

« Todas elas e somente elas atendem a esses requisitos.

« Se alguém quiser por em dúvida a validade dos quatro critérios, movido por escrúpulos que lhe pareçam muito científicos no que diz respeito à possibilidade de fixar objetivamente o “mais alto” e o “menos alto”, direi que toma suas inibições pessoais como rigores de método.»

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O Futuro do Pensamento Brasileiro – Estudos sobre nosso lugar no mundo, de Olavo de Carvalho.

O futuro do livro

The Future of the Book. from IDEO on Vimeo.

Meet Nelson, Coupland, and Alice — the faces of tomorrow’s book. Watch global design and innovation consultancy IDEO’s vision for the future of the book. What new experiences might be created by linking diverse discussions, what additional value could be created by connected readers to one another, and what innovative ways we might use to tell our favorite stories and build community around books?

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Sinceramente? Isso tudo pode ser muito útil às mais diversas áreas do conhecimento — essas que exigem o estudo de guias, manuais e livros teóricos — mas me causa uma ansiedade dos diabos me imaginar lendo literatura com tanta informação a invadir minha página. A solidão do leitor é necessária para que a literatura aconteça e se lhe torne uma companhia.

José Bonifácio fala do Caráter Geral dos Brasileiros et cetera

José Bonifacio de Andrada e Silva

« É preciso sacrificar-se para o bem do Brasil, e tu não verás este bem. Os campos estão cheios de sementeiras de flores e tu não as gozarás… Vivamos hoje se no-lo permitem; não lutemos contra o Destino.»

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« Se me acusarem de plagiário, direi com Byron que não faço escrúpulo de servir-me dos pensamentos alheios, que me parecem felizes. Quanto Shakespeare não tirou dos seus contemporâneos e quanto o nosso Camões!»

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« Devemos saber ignorar em paz muita coisa grande.»

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« O viajeiro, que como eu há tanto tempo viaja, é como o homem que come muito sem tempo de digerir. Desejo voltar à pátria para poder fazer boa digestão e ruminar o que hei visto.»

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« La Vita Nuova de Dante é o breviário do amor. Dante é intraduzível. Podem-se verter os pensamentos, mas não a beleza, a simplicidade clássica.»

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« O homem de bem projeta e espera; o ambicioso agita-se e precipita-se.»

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« O déspota que não pode ser amado quer ser temido.»

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« O brasileiro, que possui uma terra virgem debaixo de um céu amigo, recebeu das mãos da benigna natureza todo o físico da felicidade, e só deve procurar formá-lo em bases morais de uma boa Constituição que perpetue nossos bons costumes. Devemos ser os chins do Novo Mundo sem escravidão política e sem momos. Amemos pois nossos usos e costumes, ainda que a Europa se ria de nós.»

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« Um grande poeta não pode ser ateu ou indiferente.»

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« No Brasil, a virtude quando existe é heróica porque tem de lutar com a opinião e o governo.»

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« No Brasil, há um luxo grosseiro a par de infinitas privações de coisas necessárias.»

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« De que servia fazer leis se a sua execução estava entregue à mais infame corrupção?»

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« As nações pouco cultas, mas vivas e impetuosas como a nossa, detestam novidades de prática, mas abraçam logo todas as especulativas, sejam quais forem.»

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«Não é senhor de si quem a outrem sujeitou a língua. Um só homem, que queira e saiba falar a tempo, faz calar e tremer a muitos, pode ser a conservação de um povo inteiro que o silêncio perderia. A verdade muda introduz a tirania.»

(…)

« Caráter geral dos Brasileiros. Os Brasileiros são entusiastas do belo ideal, amigos da sua liberdade e mal sofrem perder as regalias que uma vez adquiriram. Obedientes ao justo, inimigos do arbitrário, suportam melhor o roubo que o vilipêndio; ignorantes por falta de instrução, mas cheios de talento por natureza; de imaginação brilhante e por isso amigos de novidades que prometem perfeição e enobrecimento; generosos mas com bazófia; capazes de grandes ações, contanto que não exijam atenção aturada e não requeiram trabalho assíduo e monotônico; apaixonados do sexo por clima, vida e educação. Empreendem muito, acabam pouco. Serão os Atenienses da América se não forem comprimidos e desanimados pelo despotismo.»

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Trechos de José Bonifácio, com textos selecionados por Octavio Tarquínio de Sousa. Para ler sobre José Bonifácio de Andrada e Silva

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