« En esas ciudades de síntesis del Brasil meridional, la voluntad secreta y testaruda que se revela en el emplazamiento de las casas, en la especialización de las arterias, en el estilo naciente de los barrios, parecía tanto más significativa cuanto que, contrariándolo, prolongaba el capricho que había dado origen a la empresa. Londrina, Nova-Dantzig, Rolandia y Arapongas — nacidas de la decisión de un equipo de ingenieros y financieros — volvían suavemente a la concreta diversidad de un orden verdadero, como un siglo antes lo había hecho Curitiba, y como quizás hoy lo hace Goiánia.
« Curitiba, capital del Estado de Paraná, apareció en el mapa el día en que el gobierno decidió hacer una ciudad: la tierra que se adquirió a un propietario fue cedida en lotes lo suficientemente baratos como para crear una afluencia de población. El mismo sistema se aplicó más tarde para dotar de una capital — Belo Horizonte — al Estado de Minas. Con Goiánia se arriesgaron aún más, pues el primer objetivo había sido el de fabricar la capital federal del Brasil a partir de la nada.
« Aproximadamente a un tercio de la distancia que separa, a vuelo de pájaro, la costa meridional del curso del Amazonas, se extienden vastas mesetas olvidadas por el hombre desde hace dos siglos. En la época de las caravanas y de la navegación fluvial podían atravesarse en unas semanas para remontarse desde las minas hacia el norte; así se llegaba a la ribera del Araguaia, y por él se bajaba en barca hasta Belém. Único testigo de esta antigua vida provinciana, la pequeña capital del Estado de Goiás, que le dio su nombre, dormía a 1000 kilómetros del litoral, del que se encontraba prácticamente incomunicada. En un paraje rozagante, dominado por la silueta caprichosa de los morros empenachados de palmas, calles de casas bajas descendían por las cuchillas, entre los jardines y las plazas donde los caballos transitaban ante las iglesias de ventanas adornadas, mitad hórreos, mitad casas con campanarios. Columnatas, estucos, frontones recién castigados por la brocha con un baño espumoso como clara de huevo y teñido de crema, de ocre, de azul o de rosa, evocaban el estilo barroco de las pastorales ibéricas. Un río se deslizaba entre malecones musgosos, a veces hundidos bajo el peso de las lianas, de los bananeros y de las palmeras que habían invadido las residencias abandonadas; éstas no parecían marcadas con el signo de la decrepitud; esa vegetación suntuosa agregaba una dignidad callada a sus fachadas deterioradas.
« No sé si hay que deplorar o regocijarse con lo absurdo: la administración había decidido olvidar Goiás, su campiña, sus cuestas y su gracia pasada de moda. Todo ello era demasiado pequeño, demasiado viejo. Se necesitaba una tabla rasa para fundar la gigantesca empresa con la que soñaban. Se la encontró a 100 kilómetros hacia el este, en la forma de una meseta abierta sólo por pasto duro y zarzales espinosos, como azotada por una plaga que hubiera destruido toda fauna y toda vegetación. Ningún ferrocarril, ninguna carretera conducía a ella, sino tan sólo caminos adecuados para los carros. Se trazó en el mapa un cuadrado simbólico de 100 kilómetros de lado, correspondiente a ese territorio, sede del distrito federal, en cuyo centro se levantaría la futura capital. Como no había allí ningún accidente natural que importunara a los arquitectos, éstos pudieron trabajar en el lugar como si lo hubieran hecho sobre planos. El trazado de la ciudad se dibujó en el suelo; se delimitó el contorno y dentro de él se marcaron las diferentes zonas: residencial, administrativa, comercial, industrial y la reservada a las distracciones; éstas son siempre importantes en una ciudad pionera: hacia 1925, Marilia, que nació de una empresa semejante, sobre 600 casas construidas contaba con casi 100 prostíbulos, en su mayoría consagrados a esas francesinhas que con las monjas constituían los dos flancos combatientes de nuestra influencia en el extranjero; el Quay d’Orsay lo sabía muy bien y todavía en 1939 dedicaba una fracción sustancial de sus fondos secretos a la difusión de las revistas “ligeras”. Algunos de mis colegas no me desmentirán si hago recordar que la fundación de la Universidad de Rio Grande do Sul, el Estado más meridional del Brasil, y la preeminencia que allí se dio a los maestros franceses, tuvieron por origen el gusto por nuestra literatura y nuestra libertad que una señorita de virtud ligera inculcó a un futuro dictador, en París, durante su juventud.
« De la noche a la mañana los diarios se llenaron de carteles que ocupaban páginas enteras. Se anunciaba la fundación de la ciudad de Goiánia; en torno de un plano detallado, tal como si la ciudad hubiera sido centenaria, se enumeraban las ventajas que se prometían a los habitantes: vialidad, ferrocarril, derivación de aguas, cloacas y cinematógrafos. Si no me equivoco, al principio, en 1935-1936 hasta hubo un período en que la tierra era ofrecida en primer lugar a los adquisidores que pagaban las costas. Pues los abogados y los especuladores eran los primeros ocupantes.
« Visité Goiánia en 1937. Una llanura sin fin con algo de terreno baldío y de campo de batalla, erizada de postes eléctricos y de estacas de agrimensura, que dejaba ver unas cien casas nuevas dispersas en todas direcciones. La más importante era el hotel, paralelepípedo de cemento que, en medio de semejante llanura, parecía un aeropuerto o un fortín. De buen grado se le hubiera podido aplicar la expresión «baluarte de la civilización» en un sentido no figurado sino directo, que así empleado tomaba un valor singularmente irónico, pues nada podía ser tan bárbaro, tan inhumano, como esa empresa en el desierto. Esa construcción sin gracia era lo contrario de Goiás; ninguna historia, ninguna duración, ninguna costumbre había saturado su vacío o suavizado su dureza; uno se sentía allí como en una estación o en un hospital, siempre pasajero, jamás residente. Sólo el temor a un cataclismo podía justificar esta casamata. En efecto, se había producido uno y su amenaza se veía prolongada en el silencio y la inmovilidad que reinaba. Cadmo, el civilizador, había sembrado los dientes del dragón. Sobre una tierra desollada y quemada por el aliento del monstruo se esperaba que los hombres avanzaran.»
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Tristes Trópicos, de Claude Lévi-Strauss.
(Traduzido do francês ao espanhol por Noelia Bastard.)